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Dice una definición que encontré por allí que «la cultura es el conjunto de elementos y características propias de una determinada comunidad humana. Incluye aspectos como las costumbres, las tradiciones, las normas y el modo de un grupo de pensarse a sí mismo, de comunicarse y de construir una sociedad.»

Trasladándonos unos 2000 años atrás, permítanme traer a colación una comunidad de costumbres muy llamativas. Desde pequeño he escuchado la expresión “fariseísmo” casi como sinónimo de hipocresía. Como sabemos, los Fariseos eran un grupo religioso social muy exclusivo antes y durante la época de Jesucristo. Eran esencialmente los eruditos en Teología o maestros e intérpretes de las Escrituras de aquel tiempo y los líderes de la religión existente. La asociación con la hipocresía viene del hecho de que precisamente Cristo calificó en esos términos a muchos de ellos. Los catalogó de arrogantes por sentirse mejores o mayores que el resto de las personas ya sea por su conocimiento de la Biblia o por supuestamente cumplir al pie de la letra las tradiciones bíblicas. El Señor desenmascaró el hecho de que los Fariseos habían creado un sinnúmero de reglas haciendo pesada la vida religiosa de las personas, aunque muchas de ellas no tenían ni siquiera una lógica aceptable. De hecho, estos eran los primeros en denunciar a las personas cuando estaban transgrediendo una regla y, en caso de que la falta fuera grave, aún podían excomulgarlos de la sinagoga. Esto era algo casi tan serio en aquella época como el nosotros quedar expuestos como deudores en los reportes financieros, por buscar un ejemplo contemporáneo. En fin, desde pequeño recuerdo también haber pensado en forma crítica sobre los Fariseos aunque, siendo honestos, hasta el día de hoy yo no siento que seamos muy distintos.

Durante este último par de años me he estado encerrando (figurativamente) en mi rincón para conversar a solas con Dios, para devorar capítulos de las Escrituras y para encontrar la esencia o la substancia que el Señor está tratando de comunicarnos a través de su Palabra. He estado además saliendo un poco de mi entorno natural para estar con personas diferentes y en ambientes diferentes, especialmente donde pienso que puedo ser de alguna ayuda. Mi razonamiento es que si a aquellos Fariseos, que se enorgullecían por conocer las Escrituras al revés y al derecho, Cristo los llamó sepulcros blanqueados e hipócritas, naturalmente algo no estaba completo con su mero estudio de la Biblia. Afortunadamente hay algo de luz al final del túnel ya que posteriormente se relata un cambio de rumbo de algunos de ellos, como sucedió por ejemplo con los casos de Nicodemo y José de Arimatea. Estos hombres fueron, y es importante destacar este aspecto, quienes se tomaron el tiempo para dejar su zona de comodidad y decidieron buscar a Jesús y conocerlo personalmente.

Sin duda entonces encontramos en este tema un par de absurdos que debemos evitar. Primero, ser parte de una religión que estudia la Biblia aún en detalle, pero sin buscar una relación y compañerismo con Cristo, probablemente solo va a producir arrogancia u orgullo. Segundo, si después de absorber el contenido de las Escrituras no obtengo como resultado más que una cantidad de reglas a cumplir sin que ellas sean el resultado del amor de Cristo impregnado en mi corazón, mis creencias no pasarán a ser una religión más en el mundo. De ser así, tristemente podríamos no pasar de ser sepulcros blanqueados como aquellos Fariseos, los cuales aparentaban piedad por fuera, pero por dentro estaban llenos de pudrición.

En este punto quisiera preguntarme cuánto de lo que yo soy como cristiano apunta a simplemente obedecer o acatar sin que la esencia de Cristo y su carácter sean el foco principal en mi vida. La pregunta entonces sería, ¿se puede ser Cristiano dejando a Cristo fuera de la trama de la película? Lamentablemente cuando nuestra meta prioritaria es básicamente cumplir, la consecuencia inmediata es la medición. Y al medirse no solo a uno mismo sino a los demás, aparece la comparación. Luego, al comparar, naturalmente veo los errores de los demás y aparece la crítica y, a este punto, se nos olvida completamente que Cristo nos enseñó a quitar la viga que tenemos en nuestro propio ojo antes de notar la pequeña paja en el ojo ajeno.

Al hablar de este tipo de cultura ¿hemos notado que algunos cristianos tenemos, por así decir, una lista no oficial pero bastante precisa de “malas conductas” y “buenas conductas”? ¿Hemos pensado que esa lista en algunos casos ni siquiera hace algún sentido? Déjenme compartir solo un par de ejemplos de algunos absurdos aunque parezcan rebuscados, exagerados y, para algunos, obsoletos. A la vista de ciertos cristianos, especialmente conservadores, probablemente los anillos o aretes están en la lista de las malas conductas por el tema de la sencillez en el vestir. Sin embargo, un reloj fino o un llamativo sujetador de corbata, paradójicamente parecieran no estar en esa lista. Para muchos el café está catalogado como una mala práctica por los efectos estimulantes de la cafeína. Con todo ese mismo grupo podría estar bebiendo sin remordimiento refrescos descafeinados pero con un alto nivel de azúcar, colorantes artificiales. Muchos sostienen que la música en la iglesia debiera ser exclusivamente sacra y sería una blasfemia utilizar música popular o apócrifa. No obstante, por poner un ejemplo, muchas parejas desfilan solemnemente bajo los acordes de la Marcha Nupcial de Mendelssohn, siendo que esta fue parte de una obra totalmente basada en fantasías sobre dioses y cuentos de hadas de Shakespeare. Obviamente, para el propósito de este artículo elegí algunas patrones extremos, aunque no por eso dejan de ser reales. Aunque estos ejemplos suenen divertidos para unos y ofensivos para otros, creo que son apropiados para llegar a entender el punto de que nosotros podríamos estar en el canasto de personas que lisa y llanamente practica, sin pensarlo, una cantidad de costumbres sin siquiera razonar el por qué y para qué y, además, nos enorgullecemos de ello. Me pregunto entonces si existe la posibilidad de que hayamos llegado a ser en realidad un tipo de fariseos contemporáneos. Recordemos que Jesucristo recriminó a los Fariseos que “diezmaban la menta… y el comino, pero descuidaban lo más importante de la ley que era la justicia, la misericordia y la fidelidad», Mateo 23:23.

Lo que expongo aquí es un poco una declaración personal y un pensar en voz alta, de alguna manera. Quiero expresar todo esto porque desde un tiempo a la fecha (y quizá como muchos otros) siento estar paulatinamente alejándome de lo que parecería ser la línea políticamente correcta. Me pregunto cuánto de lo que hacemos es simplemente repetir, repetir, repetir. Ahora, seguramente dentro de lo que repetimos hay conductas naturalmente positivas. No obstante me vuelvo a preguntar si nos detenemos a entender las razones que hay detrás. Siento que al ignorar esas razones, estamos dedicando demasiado esfuerzo a lo que no importa. Por lo mismo puede que hayamos dejado de caminar lado a lado con el Maestro. Puede que hayamos dejado de inclinar nuestra cabeza en su regazo. Puede que hayamos dejado de dejarnos caer en sus brazos.

Entiendo que muchos se inquietan cuando alguien se sale de los moldes. El ojo de los vigilantes se re-enfoca cuando algo no se apega a las normas. Sin embargo, Cristo trae la calma. No hay que preocuparse porque Él se encuentra dentro de la embarcación. No todos somos iguales y no hay razón alguna por la que todos tengamos que observar el entorno bajo el mismo prisma.

La piedad no está rodeada de innecesarias regulaciones, seguridad propia, arrogancia y palabrería como la pretendían mostrar los Fariseos. Cristo vino a mostrar una cultura nueva y completamente distinta de la religión en la que todos ya estaban envueltos. El día de ayer estuve leyendo el capítulo 12 de Mateo donde el apóstol muestra cómo la declaración de Isaías 42 se cumple en Jesucristo. Esto fue escrito después de una de las tantas ocasiones en que Jesús tierna y calladamente sanó a muchos y luego les pidió que no se lo cuenten a nadie:

“Este es mi siervo, a quien he escogido, mi amado, en quien estoy muy complacido; sobre él pondré mi Espíritu, y proclamará justicia a las naciones. No disputará ni gritará; nadie oirá su voz en las calles. No acabará de romper la caña quebrada ni apagará la mecha que apenas arde, hasta que haga triunfar la justicia. Y en su nombre pondrán las naciones su esperanza”. Vers. 18-21

No me para de asombrar cómo el Rey de Reyes y Señor de Señores se despojó de todo para silenciosamente caminar por las calles polvorientas, calladamente haciendo milagros, sanando y compartiendo esperanza a quien quiera lo necesitara. Su evangelio era simplemente compasión, humildad y entrega. No había alarde, ni erudición, ni aplausos, ni fanfarrias… figurativamente sin romper la caña quebrada. Sin embargo, esa calma y silencio hablaban a raudales. La vida sencilla de Cristo deja increíbles y revolucionarias enseñanzas. Es interesante notar que el Hijo de Dios, siendo quien tenía en sí mismo el conocimiento total y perfecto, no dedicó tiempo a hacer grandes predicaciones o discursos (aunque lo hizo en algunas ocasiones… y magistralmente). Más bien ocupó la mayor parte de su agenda en las calles compartiendo individualmente con las personas. No se encerró mayormente dentro de la burbuja de la iglesia para guardarse del mal (aunque acostumbraba asistir los sábados cuando le era posible). En lugar de eso destinó una gran cantidad de tiempo conversando con su Padre en la soledad de las madrugadas o aún toda la noche para obtener la energía diaria y la claridad en su misión. Cristo no se alejaba de las personas «no agradables» para la sociedad. El, por el contrario, mayormente se acercaba a los ladrones, prostitutas, o marginados (podríamos decir hoy los adictos a drogas, socialmente inadaptados, o personas sin hogar). No obstante, cuando las multitudes lo aclamaban, glorificaban o pretendían proclamarlo como su rey, Él sencillamente se alejaba y se apartaba a lugares solitarios para dejar que pase la euforia y enfriar esos ánimos. Como decía el pasaje, su propósito era proclamar la justicia, pero sin algarabía ni alboroto alguno, sino en la quietud del compañerismo y servicio. ¡Qué cultura revolucionaria e innovadora!

Y el pasaje termina diciendo, “hasta que haga triunfar la justicia” porque, más adelante en el futuro, el mundo lo buscaría como su única esperanza. Pues bien, nosotros somos ese futuro y y esa única esperanza está más vigente ahora que nunca. «Y esta es la vida eterna», dijo el Señor, «que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado», Juan 17:3. Es decir, nuestra vida eterna puede comenzar aquí y ahora. La segunda venida de Cristo se avizora muy pronto en el espectro de la historia y será un evento total y completamente distinto. Es de esperar y roguemos que esta vez no nos encuentre como un grupo de fariseos contemporáneos que probablemente ni siquiera notemos nuestra condición hasta que tristemente sea demasiado tarde. Al contrario, tomemos hoy la decisión como Nicodemo quién, aún en el sigilo de la noche, buscó a Jesús para encontrar las respuestas a sus interrogantes. Jesucristo estará más que dispuesto a escuchar aún nuestras torpes inquietudes y nos recibirá tal como estamos de agobiados para darnos el descanso que necesitamos y mostrarnos el rumbo al que debemos apuntar. –Raúl H Rivas

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