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El pasado domingo me tocó llevar a cabo una acción al estilo de la parábola de la higuera estéril de Lucas 13. Un año atrás estuve a punto de sacar un arbolito ornamental que planté precisamente para que de sombra y cree una especie de división con la propiedad de mi vecino. Se suponía que debía crecer relativamente rápido, pero lamentablemente eso no estaba ocurriendo. De todas maneras, como el siervo de la parábola, propuse darle un año de oportunidad con el plan de trabajar la tierra alrededor y aplicar el fertilizante necesario, aunque no sin antes advertirle que, si no crecía como se esperaba, lo iba a remover para que no esté simplemente ocupando espacio. Y, bueno, no hay plazo que no se cumpla así que, después de completar un año más sin prácticamente nada de crecimiento, esta vez decidí removerlo y ya tengo el reemplazo. Eso sí, no lo corté y solo lo “castigué” llevándolo junto a unos arbustos en la orilla de la calle.

Este incidente me hizo recordar un libro que leí hace años en relación al crecimiento de la iglesia, algo que me ha dado vueltas la cabeza últimamente. Recuerdo que algunas aseveraciones del autor, aunque justificadas, me parecieron fuertes. Uno de los capítulos describía una congregación a la cual el autor, un pastor dirigente regional que solía supervisar diversas localidades, había visitado en varias ocasiones a través de los años. Sin embargo, a pesar de semanas de énfasis espiritual, cursos de predicación, de discipulado, llamadas, etc., los rostros que veía eran exactamente los mismos y la membresía no crecía en absoluto. Es más, parecía más bien decrecer. Es justamente en esas circunstancias, y como mencionaba la parábola de la higuera de Jesús, este autor sugirió que era preferible cerrar esa iglesia, y que los miembros se vayan, a seguir perdiendo tiempo y recursos en mantenerla. En principio, esa declaración me sorprendió. Me pareció insensible, severa, o cruel quizá. Sin embargo, con el paso de los años, la voy encontrando cada vez más aterrizada. Tal vez después de una segunda y tercera mirada, esta vez más realista, el asunto ha revelado un sentido distinto.

Nuestro Señor Jesús nos compartió repetidamente, a través de diferentes medios y ocasiones, la necesidad de estar ocupados en su misión de alcanzar al perdido. Supongo que todos hemos escuchado muchas veces la expresión “iglesia que no trabaja, muere”. Sin embargo, nosotros parecemos no entender. Pareciera que vemos nuestra iglesia local como una burbuja salvadora y sentimos por inercia que debemos estar allí, dentro del “ámbito protector de Dios”. Lo que creo que no notamos es que el estar ocupados saliendo a servir al necesitado es precisamente cuando vestimos la coraza protectora, puesto que estamos sincronizando nuestra visión con la visión y anhelos de Cristo. Jesús dijo, y repetidamente, que había hambrientos que alimentar, desnudos que vestir, encarcelados que visitar. Se sobreentiende que la gran mayoría de los necesitados de nuestra comunidad no va a asistir a una iglesia y, por lo mismo, la iglesia debe ir a ellos. Nuestro Señor fue un líder itinerante que visitaba a la gente en el mismo sitio en que se encontraba. Pues bien, nuestra misión principal y trascendente es ser sus manos y sus pies. No obstante, come dice la letra de una conocida canción del grupo Casting Crowns, “si somos el cuerpo de Cristo, ¿por qué no están sus brazos alcanzando, por qué no están sus manos sanando, o por qué sus pies no están yendo a mostrar su amor? “

Es posible que nosotros hayamos perdido, paulatinamente y sin notarlo, nuestro rumbo y propósito… ¿Cuántos de nosotros, sin aún pesarlo, tenemos en mente que mi deber como cristiano es asistir el fin de semana al culto, ya sea porque tengo que cantar en el grupo de alabanza, porque tengo que enseñar una clase bíblica, o porque tengo reunión de diáconos o ancianos? ¿Cuántos sólo vamos porque es una rutina que he repetido durante gran parte mi vida, porque me gusta encontrarme con mis amigos, porque compartiremos una buena comida de camaradería, o sencillamente porque no tengo nada más que hacer? Es posible que nos sintamos útiles y bien encaminados porque nos esmeramos en crear actividades valiosas e interesantes (algo que, de todas maneras, es bueno y provechoso). Puede que nos esforcemos en estar activos lo más posible en la actividad a la que fuimos asignados. Otros sencillamente asistimos y apoyamos atendiendo a esas actividades con la finalidad de que aquella burbuja, que percibimos como esencial, no se desinfle. El problema es que continuamos allí sin salir de esa esfera sintética, dándonos vuelta cual sillas musicales, mientras el mundo a nuestro alrededor se desmorona o se rompe en pedazos. Suelo pensar y repetir el que “debiéramos dejar de jugar a la iglesia y ser la iglesia”.

Quizá hoy y ahora es el momento apropiado para hacer decisiones importantes y trascendentes. Decisiones que me hagan detener la marcha para preguntarme: ¿qué tipo de cristiano soy?, ¿cuál es mi propósito en la misión de Jesucristo? y ¿qué voy a hacer en lo práctico con lo que el Señor me ha dado? No me imagino una revolución, aunque sería emocionante si lo es en el buen sentido de la palabra. Me refiero a que este pensamiento no apunta en absoluto a proyectar una especie de crítica, y menos a los dirigentes de la iglesia. De hecho, creo que muchos de nuestros pastores locales y ancianos sueñan con una congregación que reaccione, que se torne activa, que se involucre en la misión. La verdad es que el problema somos mayormente nosotros los miembros, con nuestro desinterés, rutina, apatía, y desidia. Yo espero sinceramente no estar siendo parte de un grupo que no crece y que, como la parábola de la higuera estéril, no da fruto alguno y solo está ocupando lugar. Y, si así fuera, anhelo que el interruptor de nuestra mente haga algún tipo de clic que me permita entender, reaccionar y crecer en la misión que tenemos durante aquel año de prueba que el jardinero nos permitió.

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