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Dice Mateo 24: 6-8: “Y oiréis de guerras y rumores de guerras; mirad que no os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca; pero aún no es el fin. Porque se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares. Y todo esto será principio de dolores.”. Cuando miramos a nuestro alrededor, cuando vemos las noticias y notamos el sufrimiento que hay en esta tierra, cuando observamos los desastres naturales y las guerras que ocurren más y más a menudo, concluimos que sin duda el fin del mundo está muy cerca. Aquellos que han estudiado la Biblia saben que hay mucha información que Dios ha provisto y que esto no debiera tomarnos por sorpresa. De hecho, el verso 6 nos anima a que nos preocupemos porque esto tiene que pasar.

Me preocupa sin embargo que muchos utilizan estos acontecimientos para volver la atención a Dios a través del miedo. Piensan que el temor a sufrir las consecuencias de no aceptar a un Dios cruel o despiadado que los castigará duramente, hará que muchos le busquen con el fin de llegar a un cielo alternativo donde habrá solo felicidad. Sin embargo yo no encuentro en la Biblia tales características en nuestro Dios, sino más bien veo a un Padre lleno de amor y misericordia por sus hijos. Por otro lado el simple sentido común hace que yo no me pueda imaginar una celestial reunión de completa felicidad —luego del pregón de la última trompeta— si es que el motivo principal de llegar allí fue solamente el temor. ¿Piensan ustedes que es feliz el hijo en un hogar donde todo lo que hace es producto del miedo al castigo de parte de los padres?

En un plano simultáneo, ya sabemos que el ser humano es egoísta por naturaleza. Pero ¿nos hemos detenido específicamente a examinar las razones por las que los seguidores de Cristo anhelamos ir al cielo prometido para los fieles? Sea que lo hayamos pensado o no, aún en eso podemos identificar síntomas de ego. Muchos de los motivos que se oyen son: porque allí no sufriré más con mi enfermedad, o porque dejaré de envejecer y mi cuerpo degradado por el mal será renovado y podré ser joven para siempre. Tal vez porque allí no habrá más dolor ni se derramarán más lágrimas. O quizá será también porque allí tendré una mansión, en lugar de la humilde casita que arriendo en esta tierra. ¿Notamos el patrón? Aún siendo anhelos maravillosos, tendremos que admitir que todo es pensando en mi y solo para mi. Sin embargo ¿cuántas veces he pensado en llegar al cielo solo y simplemente porque voy a ver a Jesús cara a cara, acariciar sus manos, y besar sus pies? ¿Ha sido alguna vez mi principal anhelo encontrarme con aquél, mi mejor amigo, con el que ya tengo una amistad muy estrecha?

La verdad cada vez me convenzo más de que nunca voy a llegar a cielo si es solo por el miedo a los acontecimientos que están ocurriendo, o al temor generado por algunos predicadores, o si evidentemente abrigo intereses egoístas. Jesucristo dijo que lo que llamamos cielo —la vida eterna— es: “que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). En este versículo y en su contexto, el verbo conocer tiene mayormente que ver con un sentido de relación, de intimidad, de cercanía, más que simplemente saber o enterarse. En otras palabras, el cielo es para aquellos que establecen un nexo, una amistad con Jesús y se dejan caer en sus brazos, para aquellos que conversan con Él cada día y dejan que Él tome el timón de las decisiones a realizar, y para aquellos que se olvidan de sí mismos y comienzan a pensar más en Sus deseos y anhelos para con el resto de Sus hijitos.

Lo hermoso de esta sentencia está en afirmar que la eternidad que anhelamos podría comenzar ¡aquí y ahora! El Señor Jesucristo no está hablando solamente de que estaría con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20) sino que además agrega el concepto de la vida eterna cuando lleguemos a tener una relación estrecha y profunda con El. Entonces podemos concluir que la sola presencia de Jesús en mi vida, hará que yo viva —y por consecuencia con mis amados— un pequeño cielo en esta tierra. Por lo tanto, si comienzo y mantengo una íntima amistad con Cristo en este momento, el gran evento de su advenimiento que anhelamos para un futuro cercano, podría llegar a ser simplemente la continuación de un vínculo que ya se creó atrás en el tiempo. La gran diferencia será que en esa oportunidad tendré la oportunidad de ver directamente el rostro de Cristo, podré abrazarlo y agradecerle por ser mi fortaleza en un mundo lleno de dificultades y peligros. Sin embargo la eternidad podría comenzar desde el preciso momento en que tome la decisión de asirme de su mano y no soltarla pase lo que pase.

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