El conocimiento de Dios y de sus Escrituras ha sido un proceso progresivo a través de las edades. Veamos, la mayor parte de los judíos del primer siglo d.c, a pesar de tener mucha claridad en aspectos de tipo litúrgico, falló en reconocer al Mesías por una comprensión errónea de la revelación que les fue cuidadosamente entregada en el Antiguo Testamento. La iglesia visible o representativa de los primeros quince siglos falló en entender que la Palabra de Dios y no las tradiciones y creencias populares eran a lo que su verdadera religión debiera haber apuntado. Los grandes reformadores, a pesar de dedicar y sacrificar su vida a escudriñar diligentemente las Escrituras, traducirla a lenguajes accesibles, y aún descubrir principios fundamentales y trascendentes, no lograron o probablememte no alcanzaron a visualizar algunas verdades cruciales. Muchos de sus seguidores continuaron aquellos legados y se conformaron con parte de la totalidad. Afortunadamente, otros tomaron el testamento de la carrera en el futuro, y fueron inspirados a ir descubriendo nuevas evidencias.
Aunque ha sido practicamente la constante durante diferentes épocas, y evitando tomar el estandarte y continuar avanzando, me inquieta que muchos de nosotros en la actualidad tendemos a estancarnos en el sitio en que estamos y sencillamente establecernos con lo recibido y aprendido. Como gambusinos, o pirquineros, en busca de pepitas de oro, muchos héroes de la fe han dedicado sus vidas a un estudio minucioso de las Escrituras en el pasado. Generalmente el proceso de extracción artesanal del oro envuelve una permanente depuración. Inicialmente se obtiene el mineral mezclado con arena o rocas que deben ser lavados y filtrados en canaletas o bateas a través de varias etapas hasta lograr más y más pureza. Con esta metáfora quiero destacar que el análisis personalizado de la Palabra de Dios es un proceso constante y que no debiera detenerse. Desafortunadamente si no continuamos con la depuración, podemos todavía estar teniendo material impuro mezclado con el oro. En la denominación a la que pertenezco, y a la que amo, a pesar del interés en aprender y analizar, veo con preocupación, como en muchos de los casos, continúa siendo lo más sencillo y práctico seguir adelante con lo que se ha tenido a mano por décadas sin aquella depuración exhaustiva que mencionamos.
Sin duda hay muchos puntos que se pueden analizar, pero, por razones de espacio, me gustaría enfocarme en un concepto en particular. En lo personal, me crié y crecí en una congregación donde constantemente se hablaba del perfecto balance entre las nociones de fe y obras. Para quienes están familiarizados, una ilustración utilizada prácticamente en forma global (más antiguamente que en la actualidad) era aquella del bote, cuyos dos remos precisamente explicaban la simetría e importancia compartida por partes iguales entre la fe y las obras. Durante las últimas semanas estuve haciendo una búsqueda de la palabra “obras”, la cual arrojó 238 resultados (al menos en la Concordancia de la versión Reina Valera de 1960) y de las cuales 113 están en el Nuevo Testamento. Quizá como sería de esperar, donde más se repite este término es en el libro de Salmos, con 45 resultados, seguido por el Evangelio de Juan, con 20. Mi propósito era clasificar o, de alguna manera, lograr una especie de estadística de su uso a través de la variada maraña de situaciones. Naturalmente resultó ser un trabajo titánico el investigar en detalle, siendo obviamente imposible revisar el tenor de cada una de las aserciones, pero traté de dar un vistazo general a la mayor cantidad posible de contextos. Sin embargo, el volver a revisar diversas áreas y circustancias, no logró mostrarme alguna perspectiva diferente a la constante que ya he notado por años.
Lo anterior hace que no comprenda, al hablar del tan recurrido tema de las “buenas obras”, que tengamos que asociar, prácticamente por inercia, que estas implican, por ejemplo, a) asistir regularmente a los cultos, b) guardar los mandamientos, c) devolver diezmos y ofrendas, d) vestir decorosamente, e) utilizar música conservadora, f) ser líderes en la iglesia, g) no masticar chicle en el templo (obviamente estoy siendo sarcástico), etc., etc., como si estos fueran pilares fundamentales de mi religión. Indudablemente algunos de estos ítems necesitan un tratamiento y estudio específico, pero los estoy enlistando por la forma liviana en que muchas veces llegamos a conclusiones inexactas por falta de un debido fundamento. Independientemente de que los conceptos nombrados, que fluyen espontáneamente en nuestra mente, sean positivos y dignos de algún elogio, quisiera hacer notar, según lo que puedo extraer de mi estudio, que estos vienen a ser la definición menos consistente que encontremos en la Biblia. De más está decir que la mayoría de estas actitudes, cuando solo existen como una auto exigencia motivada por la presión de pensar que necesito hacer algo por exteriorizar un grado de santidad, solo terminan envolviéndome en un ambiente turbio y muy probablemente con tintes hipócritas o farisaicos.
Quisiera enumerar a continuación solo algunos ejemplos en que las buenas obras en las Escrituras están mayormente asociadas a otro tipo particular de acciones.
- Uno de ellos, quizá el más recordado, es el que encontramos en el capítulo 2 del libro de Santiago. El apóstol menciona claramente aquí que la fe sin obras está muerta (de hecho, un texto muy recurrido y asociado al tema de los dos remos). Personalmente entiendo esto como un modo de decir que la fe es prácticamente acción en sí misma, por lo que gatilla. No obstante, las obras a las que Santiago hace alusión no tienen que ver en absoluto con algún tipo de normas a seguir, sino que apuntan única y exclusivamente a 1) vestir al desnudo y 2) alimentar al hambriento. ¡Punto! Cuando menciona la fe sin obras, Santiago, en forma meridianamente clara, alude específicamente a que la falta de obras involucra un descuido del necesitado.
- Otro ejemplo es el que encuentro en 1 Juan 2:4, que es muy utilizado para indicar que quien conoce a Dios, guardará sus mandamientos. Aquí no se menciona directamente el término «obras», pero se sobreentiende que guardar los mandamientos es parte del paquete. En este punto voy a respirar profundamente y aclarar que estoy completamente de acuerdo con cada sílaba de lo que el apóstol escribió allí. No obstante voy a traer a colación un incidente que se produce cuando el profeta Jeremías le lleva un mensaje al rey Salum, hijo de Josías en el capítulo 22 de su libro. Los versos 15, y 16 leen, “¿Acaso eres rey solo por acaparar mucho cedro? Tu padre no solo comía y bebía, sino que practicaba el derecho y la justicia; por eso le fue bien. Defendía la causa del pobre y del necesitado... ¿Acaso no es esto conocerme? afirma el SEÑOR”. Nuevamente voy a llenar de aire mis pulmones aquí para digerir lo recién leído, porque este último texto está afirmando concretamente lo que significa verdaderamente conocer a Dios, ¡y dicho por El mismo! Ahora, si damos un paso extra y unimos esto a lo escrito por el apóstol Juan, pareciera que se le añade un significado mucho más profundo y hermoso a lo que implica guardar los mandamientos. En otras palabras, al preocuparnos por los pobres y necesitados estamos, por transitividad, guardando la ley de Dios. Esto hace también mucho sentido con las palabras de Pablo cuando dicen que “El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor.»
- Por último, no quisiera dejar de mencionar el tremendo incidente que encontramos en Isaías 1. Pocas veces el Señor se ve tan airado como en este pasaje. Leamos desde el verso 12, “¿Por qué vienen a presentarse ante mí? …No me sigan trayendo vanas ofrendas; el incienso es para mí una abominación. Luna nueva, día de reposo, asambleas convocadas; ¡no soporto sus asambleas que me ofenden! Yo aborrezco sus lunas nuevas y festividades; se me han vuelto una carga que estoy cansado de soportar. Cuando levantan sus manos, yo aparto de ustedes mis ojos; aunque multipliquen sus oraciones, no las escucharé.” ¡Caramba!, esto de hecho suena muy fuerte. Y sí, efectivamente este es uno de los episodios que muestran que a Dios le molesta en extremo el doble estándar. Sin duda suena extraño que Dios se enfade con la adoración, las asambleas y la oración, que son de hecho cosas que El esperaría de su pueblo. Sin embargo, los siguientes versículos muestran que la razón detrás de todo es una evidente falta de empatía y enseña cuánto le duele al Señor nuestra hipocresía. Veamos como continúa el argumento desde el verso 16: “¡Lávense, límpiense! ¡Aparten de mi vista sus obras malvadas! ¡Dejen de hacer el mal! ¡Aprendan a hacer el bien! ¡Busquen la justicia y restituyan al oprimido! ¡Aboguen por el huérfano y defiendan a la viuda!” ¿Notamos? Nuevamente aquí el Señor nos muestra qué es lo que Él espera de nosotros en términos de obras. ¿Qué sería entonces hacer el bien? Según esto, es preocuparnos del afligido. Es más, lo resalta como el significado práctico de lavarnos, de limpiarnos, de estar a cuentas con El.
Como lo anterior, hay muchos otros ejemplos, siendo recordadas muy especialmente las palabras del propio Señor Jesús cuando dice que cuando venga en su reino, El apartará a su derecha e izquierda a la humanidad según cómo cada uno actuó con sus “hermanos más pequeños”, es decir al dar de comer al hambriento, al compartir agua con el sediento, al recibir al forastero, al vestir al desnudo, al visitar al enfermo y al que está en prisión. Dicho de otra manera, por «obras», pero siendo estas muy puntuales y específicas, y que implican, de alguna manera, olvidarse de uno mismo y de una cantidad de deberes que creo que tengo que cuplir, y pensar en realidad en las necesidades de los demás.
En caso de que alguien no lo haya notado, mi intensión en este pensamiento no es argumentar sobre el balance o no de la fe y las obras. Ese es otro tema, algo árido, y por supuesto que hay mucho que razonar y analizar en ese aspecto. Yo sencillamente estoy queriendo compartir aquí el malestar de percibir una asociación forzada y generalizada que no corresponde, en realidad, a su substancia. La verdad yo no logro encontrar en la Biblia pruebas de peso o contundentes que indiquen que la lista que fabricamos para nuestras normas de conducta, por más buenas, saludables, o ejemplares que sean, se apliquen a las “obras” a las que se pretende sonsacar de ella. Creo que nos cuesta mucho abrir los ojos para reconocer que somos nosotros mismos, y no las Escrituras, los que hemos propuesto una larga cantidad de costumbres que creemos calzan con el perfil de un “cristiano que testimonia sus obras”, las cuales, paradójicamente, solo se exteriorizan al estar rodeados de creyentes (generalmente). De lo que estoy seguro es que, si dejamos que Dios haga el trabajo y no nosotros pretender hacerlo por nosotros mismos, nuestras obras serán una consecuencia auténtica, y consistente. Entonces, en lugar de quedarnos en la burbuja de un cristianismo estancado y rutinario, necesitamos seguir lavando y depurando la arena de las pepitas de oro que hemos encontrado en el pasado. Creo que es tiempo de dejar de lado nuestros intereses y dedicar nuestro tiempo a ver qué está pasando en la vereda de enfrente, con nuestros vecinos o comunidad, en lugar de buscar la forma de encajar en un sistema que no hace sentido ni cumple su propósito. Hace unos días leí una ilustración que concluía con lo siguiente: “Nunca encontraremos la felicidad si todo el mundo está buscando la suya. Pero si nos preocupamos por la felicidad de los demás… allí encontraremos la nuestra.” Y, también, “Salí a BUSCAR amigos y no encontré ninguno, salí a SER AMIGO y los encontré por doquier.”