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«Milagros, milagros, ¿alguien cree en milagros? Milagros, milagros, se hacen cada día» dice un hermoso himno que muchos hemos oído. Últimamente he estado pensando en los milagros. Hace unos días recordaba un incidente que ocurrió cuando, en una de nuestras muchas mudanzas más de dos décadas atrás, íbamos con mi esposa e hijos en una vieja camioneta subiendo la autopista de San Bernardino, California, con destino a Lancaster. De hecho, íbamos bastante cargados con buena parte de nuestras pertenencias en la carrocería. Precisamente en la mitad de una larga cuesta, hicimos una parada al lado del camino, si mal no recuerdo porque el motor tendía a recalentarse. El problema comenzó cuando, después de revisar que la temperatura volvió a la normalidad, volví a entrar y quise encender el motor y este sencillamente se rehusó. Con algo de experiencia básica en motores, comencé a hacer las revisiones de batería, alternador, arranque, filtro, etc. Todo parecía estar en orden, pero sencillamente el intento se quedaba pegado en el típico sonido del motor de arranque dando vueltas y vueltas cada vez con menos fuerza. No recuerdo cuantas veces traté sin suerte, pero fueron muchas. Los minutos pasaban y allí, en medio de la nada, comenzamos a ponernos nerviosos ya que se estaba haciendo tarde ese día, en una época de no celulares y servicios de emergencia a la mano como hoy en día. En un momento le pregunté con un poco de incertidumbre a Mónica — ¿será que debiéramos orar? Por supuesto que yo sabía que deberíamos orar. Mi titubeo se debía a que siempre les habíamos hablado a nuestros hijos del poder de la oración. De hecho, muchas veces mi esposa y yo habíamos sido testigos de respuestas asombrosas cuando habíamos orado por nuestros pequeños. Pero en ese momento dudé al pensar en qué pasaría por la mente de ellos si Dios decidía simplemente no actuar. A pesar de esta duda, invitamos a los niños y finalmente oramos. Le dije al Señor que confiábamos en sus promesas y le rogué que permita que el motor se encendiera para poder llegar sin problemas a nuestro destino y para tener un nuevo testimonio que compartir. Creo que todos estábamos a la expectativa y nos miramos las caras luego de aquel Amén. Yo tomé las llaves y traté una vez más, como lo había hecho ya una infinidad de veces en los últimos quizá 20 ó 25 minutos. Recuerdo también como todos nuestros ojos se abrieron grandes y asombrados cuando ese motor de 8 cilindros rugió nuevamente como solía hacerlo antes. Sin duda fue una linda experiencia que recordamos como muchas otras en que el Señor nos ha mostrado su bondad, aunque esta vez bajo la atenta mirada de nuestros hijos.

Lo que me gustaría resaltar en este artículo, sin embargo, es la injerencia que tienen los milagros en nuestra fe. En general muchos suelen esperar milagros específicos para creer o no en la experiencia y realidad de Dios. Técnicamente un milagro es un suceso extraordinario o que no tiene explicación en base a los principios naturales. Muchos cristianos basan su fe específicamente en ellos. Hay, de hecho, famosos predicadores que fundamentan su mensaje en el milagro de la sanidad o de conseguir una estabilidad financiera. El problema es que nuestras reacciones y consecuencias ante una milagrosa intervención divina no son precisamente las que imaginaríamos. Por supuesto concordaremos en que la primera reacción al ver que una persona que ha sido ciega por años comienza a ver, será quizá la de abrir unos enormes ojos o quizá la de dejar caer la quijada como muestra de incredulidad. Pero, ¿qué sucede en el futuro después de la reacción inicial? ¿Se produce alguna transformación en nuestra mente o corazón que señale un cambio de pensamiento o conducta tal vez, o una modificación en nuestra forma de percibir a Dios?  Veamos algunos patrones, no tan rebuscados por lo demás, que observamos en las Escrituras. Los israelitas por ejemplo comenzaron a reclamar a Moisés y al mismo Dios solo apenas un par de semanas después de haber presenciado diez enormes y asombrosas plagas ocurridas en la tierra de Egipto. Algo similar sucedió después de haber cruzado en seco el mismísimo Mar Rojo en un evento en que el Señor mostró ante ellos un poder increíble e inimaginable. Más aún Jehová (Cristo mismo, según Pablo) se manifestaba cada día en una columna de fuego por la noche y en una nube que viajaba con ellos guiándolos y protegiéndolos del sol abrasador. El pueblo sin embargo seguía protestando que quería volver a Egipto e incluso, mientras esperaban por 40 días a Moisés que se encontraba en la montaña, forjaron un ídolo de oro y lo adoraron rechazando directamente al amoroso Dios que los había librado de la esclavitud y cuidado tiernamente durante la travesía. Por otra parte, ya unos 15 siglos más adelante, la mayor parte de quienes presenciaron el milagro de los cinco panes y dos peces que alimentaron a más de 10.000 personas, fueron muy probablemente los primeros en gritar «crucifícale» cuando Cristo estaba siendo enjuiciado frente a Poncio Pilato.

La primera impresión nuestra es la de no poder comprender esas y muchas otras reacciones a lo largo de las Escrituras. Sin embargo, ¿no es nuestra actitud muchas veces similar aún después de haber experimentado sucesos milagrosos en nuestra vida? ¿será que una petición elevada al Señor y respondida a través de un milagro produce en nosotros esa humildad y agradecimiento que fortalece nuestra fe y origina un cambio radical en nuestra vida? No puedo responder por los demás, pero desafortunadamente tengo que reconocer que mi respuesta no es muy diferente a la indiferencia a largo plazo demostrada por los supuestos hijos de Dios. Con cuanta frecuencia me he encontrado renegando por problemas y frustrado por situaciones aún después de haber visto la mano de Dios milagrosamente actuando en mi propia vida en el pasado. ¿Será que vegeto en la constante espera de milagros que mantengan activa mi vida espiritual?

Pensemos cómo fue la vida de nuestro Jesucristo. Su vida en esta tierra estuvo rebosada de milagros. Donde quiera Cristo iba, dejaba sanidad y vidas transformadas. En ocasiones no quedaba un solo enfermo en las aldeas que visitaba. El apóstol Juan sugiere que si se escribieran en una lista todos los milagros que realizó, no habría papel ni tinta suficientes en el mundo para guardar un registro de ellos (ver Juan 21:25). No obstante, vale recordar también que en algunas ocasiones los judíos le pidieron a Jesús que haga milagros con propósitos «extraños». El mismo Rey Herodes, al recibir a Cristo enviado por Pilato, le pidió muy entusiasmado que haga señales frente a él, transformando esta circunstancia en una especie de circo. En otro momento los fariseos le pidieron específicamente que hiciera milagros para que supuestamente «crean en Él». Es clave recordar que en estas ocasiones Jesucristo sencillamente permaneció en silencio o, como en el caso de los maestros de la ley y sacerdotes, les contestó que no haría ningún milagro en ese lugar dejando en claro que ellos solo verían la señal de Jonás, haciendo alusión a los días en que Jesús enfrentaría la muerte para luego recuperar su vida al tercer día. En otras palabras, Dios no realiza milagros para satisfacer nuestra curiosidad o contestando insolentes peticiones de probar su divinidad. Él ni siquiera hace milagros para jactarse de su poder, o porque le venga en gana.

Los milagros, entonces, no siempre producen fe, sino que más bien son una consecuencia de ella. En muchas ocasiones no acrecientan una relación con Dios, ya que producen una suerte de euforia temporal o simplemente satisfacen expectativas enfermizas (no olvidemos que el enemigo de Dios también tiene poder para realizar ciertos milagros). De lo que no hay duda es que Dios no es indiferente a un corazón humilde y contrito que ya confía en Él (Salmos 51:17). Hay, en efecto, muchos casos en la Biblia en que los milagros produjeron efectos sorprendentes. Cuando el apóstol Pedro predicó lleno del Espíritu Santo y (entre otras maravillas) los oyentes escucharon cada uno en su propio idioma, el resultado fue un crecimiento enorme de creyentes ya que 3.000 personas se unieron a la iglesia ese día. El encuentro milagroso de Jesús con Saulo se transformó finalmente en el génesis de la apertura del cristianismo, ya no solo al pueblo judío sino a todo el mundo conocido. La humilde oración de Ana, que hasta ese momento había sido estéril y fue respondida con el nacimiento de Samuel, se transformó en la vida de un hombre de Dios que fue clave en la organización y desarrollo del naciente reino de Israel.

Como vemos, la presencia de los milagros no siempre se traduce en el mismo resultado. Con todo, sí encuentro un elemento común. Generalmente antes de un evento milagroso de consecuencias sorprendentes, había por parte de alguien (o de algunos) un interés, una búsqueda, había oración, necesidad de un encuentro con la fuente de la vida, un deseo, un sueño. Los tres jóvenes hebreos confrontaron nada menos que al poderoso rey Nabucodonosor con una valentía inusual. Ellos conocían al Dios todopoderoso porque estaban en constante comunicación por lo que, al enfrentarse a la muerte, tenían plena confianza en la decisión de su Señor. No es de extrañar entonces que Cristo mismo se hizo presente y caminó milagrosamente dentro de ese infierno de fuego para proteger la vida de sus amigos. Al sanar a un enfermo, generalmente Cristo notaba en la persona una búsqueda previa, una necesidad de Él que se traducía en esa fe necesaria para ser sanado: «Levántate, tu fe es la que te ha sanado», les decía. Hay entonces un vínculo sólido e íntimo que el Señor anhela tener con nosotros antes que nada en el camino de nuestra vida. Es imperativa una decisión que debemos hacer ahora mismo y es la de aferrarnos a Dios cada día y con todas nuestras fuerzas. Esa decisión es la que conducirá a obtener la confianza al clamar por aquellas promesas y para rogar por los milagros que el Señor decida hacer en nuestra vida. No precisamente a la inversa. Recuerda que Cristo Jesús invita en Apoc. 3:20:  «Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo.» Él ya dio el primer paso. Recae en nosotros el aceptar esa amorosa invitación. No nos sorprendamos entonces si en el futuro somos testigos de milagros que fueron gatillados por la decisión más acertada que pudimos hacer alguna vez como lo fue la de iniciar de una relación íntima y diaria con la fuente de los prodigios y de la salvación.

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