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Todos hemos escuchado que el libro de Jeremías está lleno de destrucción. Aunque la mayor parte del libro se explaya en el futuro desmoronamiento de Israel y Judá, los capítulos cercanos al final detallan también el exterminio de Egipto, Asiria, Moab, entre otros, por parte de Nabucodonosor, rey de Babilonia.

Recordemos que fue tremendamente doloroso ver como el pueblo de Israel, una vez glorioso, bendecido, distinguido y poderoso, llegó a una completa decadencia y finalmente a la destrucción total y aún al exilio. Las constantes súplicas de parte del Señor a través de sus siervos los profetas no fueron escuchadas y la mayoría de ellos, tanto los reyes como el pueblo en general, se empecinaron en seguir sus propios caminos.

¿Cuantas veces nosotros hemos estado también en una situación similar? ¿Cuántas veces hemos sentido que hemos tocado fondo, tanto literal como espiritualmente, por haber desobedecido una y otra vez la voz de Dios? ¿Estoy ahora en el punto en que siento que he ido demasiado lejos y ya no hay esperanza para mi vida?

Hoy leí un versículo que de alguna manera es un bálsamo en medio del desastre, un rayo de luz en medio de la tormenta. Me refiero a que, en un rincón del capítulo 51, cuando Jeremías describe la futura decadencia del imperio babilónico y su agonía frente a los medos, hay una esperanza para quienes se sienten que, como el pueblo de Israel, han cerrado una y otra vez la puerta a la suplicante llamada del Señor y se encuentran en el fondo de un abismo como sin escapatoria. En el versículo 5 leemos, “Aunque Israel y Judá están llenos de culpa delante del Santo de Israel, no han sido abandonados por su Dios, el Señor Todopoderoso”. ¿Notamos? Sin importar dónde estemos ni cuánto mal hemos acarreado a nuestra vida y quizá a quienes nos rodean, Dios no nos ha abandonado y sus brazos amorosos están aún esperando para darnos el calor del abrazo más cálido y renovador que podamos imaginarnos.

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