En Junio de 2023 se cumplirán 30 años desde que mi familia y yo emigramos a los Estados Unidos. En un principio esto sucedió casi como una aventura juvenil y por supuesto como un peldaño para alcanzar ciertas metas y propósitos, los cuales visualizábamos quizá no a través de los cristales con que los vemos hoy en día. Aunque para un pequeño porcentaje de personas pudiera no ser demasiado difícil emigrar de un país a otro, para la gran mayoría de las familias aquello es un proceso lento, cansador y muchas veces frustrante. Esto se acentúa cuando la cultura, leyes, religión en algunos casos, o —peor aún— el idioma, son completamente distintos. Precisamente nosotros somos un pequeño elemento de esa última estadística. Es cierto, el Señor provee soluciones como lo hace el GPS cuando no tomamos el camino adecuado. Así como esa herramienta tecnológica provee una ruta alternativa, nuestro buen Dios se encargó más tarde de abrirnos nuevas oportunidades luego de decisiones que quizá tomamos sin plena conciencia.
Quisiera compartir una experiencia que sucedió aproximadamente un año después de haber emigrado. Como sucede con la gran mayoría que busca una nueva vida en este país, podría decirse que existe un largo tiempo de adaptación. Esto incluye generalmente el aprendizaje del inglés, continuar o comenzar un proceso legal de inmigración, integración de padres e hijos a las costumbres particulares de una nueva cultura, etc. Desafortunadamente algunos de estos factores, en términos generales, pueden tomar un par de años como quizá muchos más. Al mirar atrás en el tiempo, esto pareciera no ser demasiado. Sin embargo, al estar viviendo la experiencia, con un abultado arriendo mensual que realmente intimidaba, la exigencia de un vehículo confiable para desplazarse al prácticamente no existir la locomoción pública, más las necesidades básicas de los hijos, los días, semanas o meses se hacían eternos. Obviamente aún teniendo la posibilidad de algún empleo, el rango de posibilidades de trabajos era mínimo y los ingresos pequeños, puesto que uno no contaba todavía con los requerimientos básicos. En este escenario nos encontrábamos como familia a un año de emprender nuestra nueva experiencia.
Como padre de familia y con la responsabilidad de velar por los míos, yo ya estaba sudando frustración y desánimo. De hecho en más de una ocasión, mi esposa y yo habíamos mencionado la posibilidad de un eventual retorno a Chile. El futuro no se veía tan promisorio como lo imaginábamos en un comienzo. Para empeorar las cosas, uno de nuestros hijos sufría de un problema de audición. Esto hacía imperativo que contáramos con algún tipo de cobertura médica que le permitiera la atención y cirugías que necesitaba. Hago mención de esto en forma particular porque en un momento mi frustración se hizo latente. Necesitaba pagar a Kaiser Permanente (el sistema de seguro de salud al que estábamos afiliados) y no tenía lo suficiente para costear los 380 dólares que demandaba la mensualidad allá por el año 1994. Recuerdo que una noche casi no dormí por el fastidio de esta inquietud. Quizá fue precisamente por ese desvelo que decidí tener una conversación con el Señor a eso de las 5 de la mañana. Gracias a mi Padre Dios, he aprendido a dialogar con El como mi mejor amigo. Esa mañana volqué en El pensamientos, inquietudes, alegrías y desengaños. Puedo recordar todavía que aquel fue un momento de profunda e íntima comunicación y reflexión. Por supuesto le comenté acerca del pago que debía hacer y de que sólo quedaban 100 dólares en mi bolsa. En especial le dije que no podía pensar en cómo conseguir los 280 dólares que me faltaban y que necesitaba completar ya para el día siguiente.
Fue en medio de esa conversación que un versículo bíblico apareció en mi mente de la nada. De hecho no tengo idea por qué lo recordé. No puedo pensar en algo más que Dios impresionando mis pensamientos porque no había tocado ese tema en mucho tiempo. Es de hecho un versículo que escucho constantemente en la iglesia, tan a menudo sin embargo que ni siquiera le ponía ya mucha atención. Me refiero al texto que se encuentra en Malaquías 3:10 y que reza, al menos en la NVI, “Traigan íntegro el diezmo para los fondos del templo, y así habrá alimento en mi casa. Pruébenme en esto —dice el Señor Todopoderoso—, y vean si no abro las compuertas del cielo y derramo sobre ustedes bendición hasta que sobreabunde.” De paso, esta sentencia está enmarcada dentro de un contexto en que Dios prácticamente denuncia un robo, refiriéndose a los diezmos y ofrendas, como leemos en los versos anteriores. Repito, nunca en el pasado le había puesto atención a esta frase, más que como un llamado a recolectar ofrendas. Pero esta vez quedó dando vueltas en mi mente la palabra “pruébenme”. En primer lugar no lograba entender por qué el Señor Todopoderoso podía decir esto. ¿Por qué tiene que ser probado?.. pensaba. Quizá esa podría ser la petición de un desconocido o alguien que no tiene reputación de ser muy fiable. Pero el Señor… ¿por qué se rebaja casi a rogarnos que lo probemos? Él ha mostrado con creces y desde siempre su grandeza, su justicia, su inmutabilidad, su bondad… Yo no podía entonces comprender su enorme humildad al ofrecernos este trato. En segundo lugar, sentí como que este “pruébenme” estaba sugiriendo una acción, una decisión. En otras palabras, ¿me estaba proponiendo Dios de véras que lo pruebe? De ser así, ¿qué debía hacer entonces? ¿cómo debería probarlo?
Ya, a esas alturas, deduje que todo esto no debería ser otra cosa que el resultado de lo que yo le había estado planteando al Señor temprano aquella mañana. Me acordé de los 100 dólares que tenía en el bolsillo y pensé para mí mismo “aquí está la forma de probarlo”, puesto que era lo que había podido salvar para el pago de Kaiser Permanente. Entonces había que poner manos a la obra. Normalmente siempre teníamos cerca alguno de los sobres que usamos en la iglesia para depositar ofrendas o devolver diezmos. Así que tomé los 100 dólares y, pidiendo la bendición sobre esta decisión, los puse en el sobre el cual aparté para llevarlo como ofrenda el siguiente día de culto.
Por alguna razón yo no tenía que trabajar aquella tibia mañana de verano en el sur de California. Por lo mismo creo que estaba haciendo algo en el patio de nuestra casa, ya después de dejar atrás la experiencia de esa madrugada. A media mañana pasó el vehículo del correo, como lo hacía cada día, poniendo la correspondencia en los buzones. Ya que estaba cerca, me acerqué a recoger las cartas y me volví revisándolas. Una de ellas captó mi atención porque venía desde el Condado de Riverside y dirigida a nosotros, por lo que la abrí inmediatamente. Fue en ese momento —y aún antes de ni siquiera haber hecho algo con aquel sobre de ofrendas — que entendí por qué Dios deseaba que lo pruebe. La carta que estaba abriendo contenía un cheque, pero fue la cantidad lo que me dejó prácticamente mudo. ¡El monto era de justamente 380 dólares! Quizá no vale la pena explicar los detalles. Sin embargo, para aclararlo brevemente diré que nosotros estábamos comenzando a pagar la primera casita en que vivimos independientemente como familia. El cheque no era otra cosa que una devolución de impuestos que se pagan al condado por la propiedad y que, después de una revisión anual, había arrojado un superávit con esa cantidad.
En conclusión, ese día no solo nos dimos cuenta que el Señor nunca nos deja a la deriva, cuando permitimos que El sea parte de nuestro quehacer diario. Este incidente me mostró que Cristo está más cerca de nosotros de lo que imaginamos. Incluso me dio la tranquilidad de que, a pesar de estar viviendo la consecuencia de nuestras propias decisiones, El abre su cofre de cientos de soluciones donde nosotros no vemos ninguna. Además, noté con claridad que Él desea hacer tratos o convenios con nosotros. Con las finanzas, mi tiempo, talentos… lo que sea, pero convenios. Evidentemente ni siquiera lo hace por intereses propios sino por nuestra felicidad. Lamentablemente nosotros ponemos una excesiva confianza en lo que poseemos, en nuestros logros, en nuestras habilidades, lo cual de paso solo obtenemos debido a que Dios nos provee con la salud, la energía, y la inteligencia entre muchas otras cosas. ¿Fue todo esto casualidad… un momento de suerte en el camino? Cada uno es dueño de sacar sus propias conclusiones. Al fin y al cabo, las experiencias con el Señor son individuales y únicas. No obstante, en lo personal, esta fue una circunstancia más en que Dios me probó que Él se preocupa hasta de nuestros más pequeños detalles y dificultades. De hecho, esto fue uno de los principales factores que nos animó a seguir adelante en este país. Su respuesta fue ni más ni menos lo que necesitaba, para ese preciso momento, y probablemente para que yo entienda que debo depender de Él cada día. Gracias doy entonces porque «Dios es Amor» (1 Juan 4:8), y porque «Jesucristo es el mismo ayer, hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8).